Cancion de primavera

No dejo de sorprenderme cómo te transporta la música, cómo nos lleva sin boleto y sin escala a momentos que pueden ser trascendentales o estar por ahí perdidos en su insignificancia. Hoy bajé un disco de Miguel Cantilo y Punch de 1980 y una cancioncita tonta me robó una sonrisa mientras me llenaba de calorcito el pecho, contrastando con el frío que trajo la lluvia que cae en Parque Chas. El 21 de septiembre es el día de la primavera y el del estudiante, los pibes van de picnic en vez de ir al colegio. Era 1982 y estaba listo para irme a jugar al tenis a Smata* con Pablo Alzugaray (no el de Shackleton sino un amigo mío de mi infancia). Nada de compañeros del industrial que salían corriendo sin éxito, mujeres por ahí. Año de tenis, días enteros pegándole a la pelota en una cancha de asfalto pintado y red de bolsa de cebollas que hicimos en un country en construcción. Año de pendejos luchando contra fusiles que no funcionaban, el frío y la injusticia más que contra enemigos provenientes de lejanas tierras inglesas. Islas de otra isla, reclamadas por un cobarde escondido detrás de un vaso lleno de Johnny Walker. Yo tenía 17 años y una morocha en quien soñar. Laburaba con el tano en los veranos y durante el año pasando un show de Aerolíneas Argentinas en alguna expo cuando mi tío no podía. El cole marchaba de maravillas y Spegazzini era el escenario perfecto para mi vida y para esta historia. Esa mañana de primavera recién estrenada estaba asomado a la ventanita en la puerta del living buscando nubes, con el sol avisándome que sería un gran día, en la radio sonaba "La Serpiente Otra Vez". Sin destino de hit, era un tema más del disco "Adonde quiera que voy" pero por alguna razón me quedé escuchándola (como ahora) con la felicidad abrazándome como lo hace a veces en esos días especiales. El equipo ellesse regalado por mi abuela con short blanco y remera rayada como usó el gran Willy en su última final de Roland Garros. La Wilson Jack Kramer de madera lista en su funda, el bolso con sándwiches embolsados y cocas frías para que duren hasta la tarde. Adrenalina ante el disfrute. En frente la casa de Balvinot me miró envidiosa y la calle me sugirió sin que nadie más escuche: "dale que en un rato pasa la chancha a cañuelas". Granny tomando unos mates en la cocina, mamá en el laburo y el vasco viniendo hacia casa para que vayamos a pasarnos un día glorioso. Lejano. Presente y vivo gracias a un músico que cuando tarareaba por primera vez una cancioncita más, estaba envolviendo (sin saberlo) un paquete que muchos años después abriría yo, descubriendo un regalo impensado. Enorme, intenso que me deja con la piel de gallina, sonriente, con la lluvia que cae y una armónica que me acompaña mientras escribo este post. Casi tan feliz como esa mañana de primavera de 1982.

Gracias Miguel.

* SMATA es el centro recreativo de un sindicato, está en el sur del gran Buenos Aires. Un gran espacio verde con parrillas, canchas de fútbol, tenis y otros deportes, donde miles de obreros disfrutaron sus fines de semana y vacaciones. Privilegios que desaparecieron con el tiempo como lo hicieron sus derechos y las fábricas que les dieron no sólo pan y trabajo, sino una dignidad ya extinta.

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escondidas

La felicidad juega con nosotros a las escondidas. A veces tenemos suerte y la sorprendemos cuando menos lo esperamos. En una plaza, junto a una parrilla, detrás de una mirada, en una sonrisa, sentada a la mesa con tu viejo, en un sofá, en un cine. Siempre agazapada, escurridiza. Aparece y desaparece. Es pilla la felicidad y es raro hacerla contar porque es efímera. No nos da tiempo. Se borra siempre. Corremos para hacerle pica pero se las rebusca para hacernos un "piedra libre para todos los compas" Sonriente, nos mira burlona. La cosa es que sus compañeritos son unos indeseables que para qué te cuento: la desazón, la angustia, la tristeza, la preocupación y otros vagos que mejor perderlos que encontrarlos. Atorrantes que se ensañan con algunos y los acompañan a todos lados. Esos guachos no entienden que es un ratito nomás que nos los bancamos. Pero insisten. Y ahí estamos nosotros, como sin querer encontrarlos, quedándonos inmóviles ante ellos. Como cuando descubris escondido a tu mejor amigo y deseás no haber mirado, o que fuese invisible, y ahí está. La pucha, a correr que te vi.
Así estamos jugando, buscando. La vida se nos pasa mientras curiosos seguimos asomándonos y corriendo para hacer pica. Tratando que no nos toque contar a nosotros para, quién te dice, poder ir de la mano de la felicidad a escondernos juntos a alguna parte.

Valorar

Todos valoramos las cosas cuando las perdemos. Una figurita, un libro, un suéter, una carta, un papá, la adolescencia, la niñez. Cosas pequeñas, cosas enormes. Personas, amores. Trabajos, vacaciones. Viajes. Momentos. Momentos. Momentos, todo son momentos. Puta madre me vino un recuerdo de algo que ya no tengo, con olores, sonidos, imágenes nítidas, el frío, el ruidito de las piedras cuando bajamos del auto los 3. Patricio, James y yo, en un pub una noche. Me acuerdo cristalinamente cómo me acerqué a la barra y vi servir tres cervezas. La conversación, la risa de mi hermano. La luz. Los billetes que cambiaban de mano. La gente, la decoración. Los viejos sentados cerca del fireplace, la música del idioma. El ambiente de otro siglo. No iba a contarte esto en absoluto pero como un relámpago me vino este flash. Un flash, esporádico como lo es todo. Que se pierde. Como casi todo. Por eso no quiero valorarte cuando te pierda, cuando no estés. Hoy me di cuenta que te amo de posta, no de palabra, porque tuve miedo de perderte. Me cuesta superar las barreras que me impongo, que invento, que alucino como Quijote que soy. Monstruos que se interponen. Excusas que aparecen y me pelean. NO quiero valorarte cuando no estés y el amor que se disfraza de miedo para hacerme ver, me dejó con frío. Con ganas de que me calientes los pies como solés hacer. Y te imagino acá, sin ríos que nos separen ni molinos que me impidan cruzar los campos que me lleven a disfrutarte y amarte hoy. Que te tengo.