detalles

Hay una cosa que mis limitaciones van a impedir que sientas, y me frustro por ello, es poder describirte en la inmensidad de cada detalle, lo que era para mi vivir en Spegazzini. Cuando mis viejos se separaron, en el año 73, con unos meses de empezadas las clases, me fui de Temperley a vivir junto a mamá y mis hermanos a lo de mis abuelos al fondo del sur del gran Buenos Aires. Mi abuelo se había convertido a fuerza de libros y curiosidad en un mago de la galvanoplastía sin haber pisado una universidad, podía hacer maravillas con la electrólisis y tenía unos cromados inimitables, esa fue la razón por la que le ofrecieron ir a Gilera como ya les he contado por ahí, a vivir a un barrio de 14 casas. Y es ahí donde yo vengo a descubrir con los años, que he pasado momentos de inmensa felicidad. Leí hace un tiempo un librito, que cuando curioso llego a la contratapa, hace una mención de que una parte mágica de nuestras experiencias están conformadas por cosas fugaces. Al llegar a Spegazzini, esas cosas fugaces permanecen inmodificables y la sensación que vivo es de tener 10 años nuevamente. El olor de los pinos, la textura de la tierra negra como la oscuridad, donde hacía mis pistas de autos ayudado con una madera, la luz entrando por la ventana de la habitación de mi abuela (donde quedaron encerradas mil historias) el ruido de la ruta lejano, que se pierde hasta que algún camión me lo devuelve. Los eucaliptos, las chicharras en verano, la calle de tierra con sus piedras y mi perdida habilidad de caminar descalzo sin hacerme nada en los pies. El bosque y su magia que aún conserva pese a que ya no puedo entrar sin pedir permiso y no hay más peras que juntar a la hora de la siesta. Cuando crecimos en esta casa donde las puertas no se cerraban con llave y las rejas eran objetos que me remitían a palacios lejanos, la libertad era mi compañera de vida. Uno podía ir a cualquier lado a encontrarse con la más inverosímil de las aventuras sin temor a nada. Nadie había imaginado las atrocidades que hoy vemos en la tele. Se me ocurre una ingenuidad y una actitud ante la adversidad distinta a la actual. No salían a chorear en la primera de cambio. Spegazzini tenía 7 fábricas y la gente que vivía aquí era prácticamente la masa obrera que trabajaba en ella. Pese a que la humildad fue siempre el común denominador, nunca faltaba la invitación a tomar la leche, como se decía en esa época, cuando caía a la casa de un compañero que su viejo no llegaba a fin de mes de la misma forma que no llegaba mi vieja. El pan cortado distinto que en casa, la falta de té, el vascolet en vez del nutri superhijitus, galletitas sin marca sacadas de una lata con ventana de vidrio en el almacén de la esquina que fiaba para poder vender.
Salir en bici a descubrir mundos en los mismos caminos de siempre a correr carreras fantásticas. Como eran las batallas de San Lorenzo en la casa de Pablo Alzugaray donde rodeábamos, como lo hicieron los valientes criollos, un enemigo compuesto por una doble hilera de pinos que nos ofrecían el ejército más realista que unos mocosos podían soñar; luchas plagadas de incongruencias históricas, a espada limpia, donde Napoleón peleaba con un San Martín mucho más heróico de lo que cuentan los libros. La historia era fuente de inspiración para nuestros juegos, Ulises, Zeus, Atila, Custer, los alemanes o las brigadas rojas jugaban con nosotros. No existían las xboxs, las espadas laser ni las pistolas de plasma. Los únicos monstruos que conocíamos eran los langostinos con plumas de las películas japonesas que pasaban en "Sábados de Súper Acción" por canal once. Los chicos no veíamos películas de grandes, crecí con el blanco y negro teniendo una imaginación a todo color, con una tanda publicitaria que cortaba todo a un nivel que en el futuro no van a poder imaginar. La lectura era la salvación cuando no había qué ver y esa fue mi salvación.
Ir a casas de compañeros de escuela o de amigos era más habitual que hoy. Ver en esas mesas ajenas otros diarios como Crónica y Popular, me ayudaron a comprender mejor esa gente, esa argentina que fue la que conformó degradada por la inmundicia con las que nos baño gobierno tras gobierno, el Spegazzini de hoy. O peor, el país de hoy.
Tomar el Cañuelas o el 306 para ir al cole o al volver, las tardes de jugar en la Plaza del pueblo. Esperar a Granny que salga de la Farmacia, cerca del bar de Garay donde mi abuelo primero y mi viejo, unos años después, se maltrataron no sólo el hígado sino también la vida. El Anteojito que todos los jueves que compraba mi abuela en el kiosko del manco en la entrada de la plaza frente a la estación, en una garita que aunque me digan que hace años no está, la sigo viendo. Las bolsas de caramelos cuando se caía un diente, cuando no existía el Ratón Perez, sino roedores anónimos como los ratones. Los inviernos eran crudos no sé si por las extremas temperaturas o por la falta de papá. Pero recuerdo caminar arriba de la escarcha en las zanjas o en los enormes charcos que se hacían en el camino al pueblo. Iba al cole en pantalones cortos en días que se congelaban los mocos. Todo era así. Extraño. Como éramos los Rucci en la escuela del cura. Creo haber sido junto a Oscar Eichsler y mi hermana Johanna, los únicos rubios no sólo del cole sino de la zona. El favoritismo vergonzante de las maestras hacia mis hermanos y conmigo en especial, hicieron que hoy recuerde estar almorzando en el sector de maestras a upa de una de ellas comiendo una ración super-extra de salchichas cuando el resto tenía que cazar durante horas entre la polenta con salsa para hallar un par de rodajas. Increíblemente nadie nos odió por eso. Y fuimos saludados por donde anduviéramos, muchas veces sin saber por quién; ayudado esto porque nos confunden a Patricio y a mi, pasa todavía hoy. El colegio fue una época maravillosa. (imagino la cara de mi hijo si leyera esto) Maravillosa en su totalidad. Con una amistad profunda, sana, amplia. Con chicas que me miraban con una cara con la que no miraban a nadie más. Con un liderazgo muy sutil, sin padecer bromas ni gastadas, tuve una primaria inmaculada. Buen alumno, movilizado por saber desde siempre. Sin internet, sin canales educativos. Todo el conocimiento estaba encerrado en el aula, una enciclopedia y lo que García Ferré publicaba a todo color junto a Pelopincho y Cachirula. Hoy es más fácil. Los pibes jugábamos en el cole como lo hicieron todos los pibes en todas las épocas, jugando con pelotas de papel o medias, corriendo en recreos que hacían que el olor a chivo en el aula a la tarde sea increíble. Tardes tranquilas de pupitre y charla. No imaginen maestras entrando a clase diciendo "good afternoon children" porque no, la tarde era lo mismo que la mañana pero más tranqui. Hacíamos la tarea para poder llegar a casa y jugar, ver Ladrón sin Destino y salir a hacer volar la cabeza después de tomar el té.
Era horrible a la pelota porque hasta que fui a Spega no tenía con quién jugar o había jugado sólo en la vereda, pero le puse una garra que mereció el respeto de todos, por razones que desconozco, pasé de jugar abajo haciendo bulto, a jugar arriba y con los años pude entrar feliz a la cancha sabiendo que podía hacerlo bien (modelo Gareca) metiendo algunos goles. La joda se terminaba cuando gritaban nuestro nombre para que entremos, como lo está haciendo ahora Granny avisándome que deje de escribir que ya puso la mesa y se enfrían los scones.

continuará

errores

"¿Para qué repetir errores antiguos habiendo tantos errores nuevos por cometer?"
Bertrand Rusell

perdida

Piriápolis no es un lugar. Es un momento perdido en el tiempo. Se hace difícil saber cuál es; no es fácil descubrirlo ya que por un segundo parece 1970, pero de pronto pasás por una calle que te deja en 1960. O más atrás también cuando te internás en el laberinto temporal que es el Argentino Hotel, donde la belle epoque dejó un señuelo para que nos enganchemos aún hoy. Piriápolis es un pedazo de Uruguay que parece un boceto extraviado de Cannes que alguien encontró y reconstruyó a su manera. Su rambla, sus escalinatas, sus palmeras y su mini Carlton. Es divertido caminar tratando de adivinar el preciso lugar histórico de cada cosa. Obviamente los carteles tienen el nuevo logo de Pepsi y la gente viste como en cualquier otro balneario. Pero siempre aparece algo fuera de tiempo. No sólo los autos y las casas nos confunden. Es la ciudad que como un giro irónico al retrato de Dorian Gray, permanece en un estado de constante vejez. Estamos en medio de otra dimensión, cautivados con su misterio, su color y su reflejo de gloria que imagino tuvo, no por señales que haya descubierto, sino por esas ganas de tengo siempre de que las cosas hayan sido hermosas por lo menos alguna vez.

habitación de mar

Las aletas de plástico gris del ventilador giran llevándome un poco de aire fresco. Por el mosquitero asoma el ruido de unas herramientas de una obra en construcción, mientras el sol mira a ver qué hace hoy entre nubes que juegan carreras hacia el mar. Las habitaciones de una casa de playa son todas iguales. Les falta algo para ser un cuarto de verdad, tienen todo casi a punto pero indefectiblemente les falta algo. La imperfeción, lo berreta y lo incompleto son los comunes denominadores. Un tornillo que no está, un mueble barato, una puerta que no cierra, zócalos colocados mal siguiendo quizás una ley que desconocemos. Tirado en una cama que hace honor a dónde está, sobre un colchón nunca amado, descubrí mirando al infinito, cada nudo, cada empalme desfazado de los tirantes del techo, hecho con una madera de pino avergonzada de su origen brasileño, teñida de un color que le da una identidad que no le pertenece. La arena enroscada entre las sábanas me raspa la espalda en represalia por haberla raptado; no resiste su destino de algodón cuando era parte del inmenso azul, tirada bajo el sol por siempre hasta que me la llevé sin querer. Mientras decido si me levanto, me desperezo por última vez, me voy al living sin besar a mi novia que aún sueña, abro la compu y tipeo: Las aletas de plástico gris...