Sabía muy poco de ella, casi nada. Él iba a alquilar películas y el ritual de cargar música para las ocho cuadras que lo separaban de su casa lo animaba. Mecánicamente elegía entre la escasez, un par de horas de evasión, de fantasía. El cine era su único escape, la realidad era más tolerable gracias a la ficción. Un día un montón de letras sueltas en una credencial se transformaron en un nombre. Éstos toman significado cuando algo nos llama la atención, se ocultan anónimos hasta que se convierten en un rostro, un cuerpo, una voz, un ser. Ella era una más y pasó desapercibida quién sabe desde cuándo hasta que la cruzó en un pasillo. Volvió a mirarla y notó el contraste de su uniforme corporativo con sus zapatilas rojas, casi el mismo que existía entre ella y el resto de las personas que estaban ahí. Mariana era su nombre pero sería Mariana para los demás, para él sería de ahí en más, la chica de las zapatillas rojas.
Ella tenía una belleza simple, minimalista. Podía entreverse que poseía carácter, su mirada era seria y profunda. Sólo la imaginaba afuera de esa monocromía, sin barreras de cajas registradoras y golosinas. Se preguntaba si era inteligente, sensible, si compartían gustos o si lo haría reir. Quería saberlo todo. Le gustaba. No estaba enamorado pero no podía asegurarlo.
Ver si estaba antes de entrar era algo no compartido con nadie, un instante único. En la tierra no existía quien tuviera una lucha tan desigual e inútil con el destino. Estaba. Ello era motivo que la espera fuera un juego. Cuando faltaba, la espera se tornaba interminable aunque no hubiera nadie. En la fila todo era incertidumbre; evaluaba con astucia si le tocaba o no, calculando personas, tiempos de atención, variables que llegó a descifrar casi con exactitud. Una demora por conseguir cambio podía llevarlo ante sus ojos, ante su sonrisa. Para ella, él no era más que un código de barras. Letras en una pantalla. Todo se encerraba entre “el que sigue” y “tenés hasta el martes”. Absolutamente nada. Lo sabía. El universo entero cabía entre ellos y por momentos imaginaba estrellas arriba de la caja girando inútiles. Nunca le dijo una palabra de lo que sentía.
Siguieron pasando los días como pasaron los meses y los años. Ella un día dejó de trabajar allí y él se mudó. En su recuerdo su cara se fué desdibujando y sólo quedó un boceto, un trazo suelto que retocaba para no perderlo de vez en cuando. Hasta que la olvidó.
Él vivió más de lo que hubiera deseado y se convirtió en hombre primero y en algo peor mucho después. Fué deteriorándose lentamente como su voluntad y una mañana supo con certeza que sería la última. En ese momento tomó conciencia que había desaparecido casi todo, incluso dios. Intentó recuperarlo con una plegaria, acto que abandonó con cordura y algo de dignidad. Nunca había rezado. Preguntó si un cambio en su vida le hubiera hecho descubrir la felicidad, dado un significado. Preguntó lo mismo una y otra vez esperando algo. Sólo el silencio se hizo presente.
Un escalofrío le recorrió al cuerpo al ver una caja que su soledad no le permitía ignorar. Le costó abrirla y en ese instante, no supo si lo que lamentaba era haber desperdiciado una chance o peor aún, haberla tenido. Su memoria iluminó el interior de la caja de donde surgió la respuesta. Ahí estaban, únicas e inconfundibles, sus zapatillas rojas.
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