Eterno

No sonó la alarma, no escuchó las sirenas a lo lejos como otras veces, no hubo reflectores apuntando a un cielo tan negro como el presente que respiraba el mundo. Vivía en las afueras de Londres con su madre esperando día a día que un cartero lo deje más huérfano. Hacía tiempo que había comenzado la guerra y Timmy se refugiaba en sus sueños y no debajo de una mesa. Tenía 12 años de edad y las cosas que había vivido lo hicieron comprender, a la fuerza, que la solución de los problemas del hombre no se arreglaban con muerte, sino todo lo contrario. El comedor estaba intacto desde la época en que lo llenaban risas. Y ahí estaba él, pensando en historias que lo hacían olvidar la suya. Nunca habían bombardeado el barrio pero una explosión en el techo lo dejó petrificado, bañado en madera y polvo, de pie, ante una bomba teñida de viento que un extraviado piloto alemán dejó caer donde pudo. El caballito de porcelana que mantenía en pie a los libros relinchó sorprendido. El mundo se detuvo. Quedó la bomba suspendida en el aire y pensó que ya todo había terminado. Inmóvil en medio de esa pausa eterna, paseó la vista por las paredes, con sus platos temblando sin moverse, con la luz salpicada de escombros y esquirlas de madera. El empapelado marrón era el decorado de una escena terrible que nadie hubiera podido reflejar, ni siquiera aquél que lo había intentado en Guernica. La inmensidad del silencio estaba en proporción con la incertidumbre de este chico que buscaba a la muerte detrás de una silla. ¿Eso era la muerte, un segundo eterno antes de desintegrarse junto a sus sueños? Timmy no podía llorar. Las preguntas lentamente dejaron de aparecer al no asomarse ninguna respuesta y sus ojos se perdieron por el hueco en el techo que dejaba ver un cielo estrellado. El brillo del metal y los rayos de sombra comenzaron a parecerle bellos, cuando un sentimiento de paz se apoderó de él y el tiempo continuó su camino.

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