violín

Llegó del chaco siendo casi una niña y la realidad en la que se vio inmersa desde que vino al mundo la tuvo siempre con la necesidad de nadar para mantenerse a flote, para subsistir. Así comenzó a limpiar en casas ajenas mientras buscaba encontrar una para hacer suya. Con el tiempo echó raíces y se enamoró, tuvo un hijo y luego otro y otro más. Como ocurre muchas veces sin que esto tenga que sorprendernos, un amigo de su hijo quedó en la calle y no solo le dió cobijo sino también una mejor madre: ella. Así pasó la vida, se hizo grande, sus hijos la hicieron abuela, siempre arriba de un tren yendo y viniendo por horas desde la ribera del Gran Buenos Aires hasta una agencia de publicidad que la tuvo de acá para allá. Un día su marido fue a visitar al chaco a un sobrino que no conocía, ya grande, que tuvo la suerte de nacer con síndrome de down en un lugar donde la vida es más dura para el resto que para él y que llena sus días de felicidad entre otras cosas, con música. No creo que te extrañe querido lector saber que este hombre humilde, a su vuelta a la glamorosa capital, a su lustrador de bronce para un timbre de múltiples historias, se propuso cumplirle un deseo a este chico. Y así fue que comenzó a pagar con plata que no tiene, en cuotas, un violín que envió al norte envuelto en amor y cartón; y que ahora busca sonar lejos de su destino filarmónico, entre las risas desafinadas de un niño eterno que no sigue las reglas del tiempo mantenido en la más pura humanidad. Tan pura como la de esta gente que es un ejemplo de vida, acá cerca del río, a unas horas de tren nomás.

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