Acero

No había internet, ni televisión. El mundo estaba prácticamente por descubrirse. Las fotos eran rarezas en blanco y negro y pocos eran quienes accedían a ellas, generalmente personas y familias acaudaladas, perpetuados en un cristal bañado en sales de plata. No era como hoy. Las ciudades no nos ocultan más sus secretos. La tecnología posibilita conocer lugares sin jamás haberlos pisado. La televisión nos alcanza no sólo la imagen, sino el alma de las grandes urbes. Hoy sabemos con qué nos encontraremos a la vuelta de una esquina aunque sea nuestra primera visita. Antes no era así. Y yo no tenía idea de cómo era otro lugar que no sea Kalisz.

Me llamo Adam Jankoswky y nací en 1895. Hoy llegué a Buenos Aires tratando de dejar atrás el hambre y la miseria de mi Polonia natal. Todo lo que recuerdo está en el mismo lugar de lo que quiero olvidar. Tengo 17 años. El mar interminable sólo alimentó mi ansiedad por descubrir lo desconocido y cuando bajé del barco, sólo contaba con mi habilidad con el martillo. Crecí bajo el rugir del acero, entre carbón y fuego. Como un émulo de Hefesto, siento que puedo forjar mi destino como lo hago con el hierro. Mi voluntad es la fuerza para moldear golpe tras golpe el futuro y la necesidad, las llamas de una fragua que arden cada vez con más intensidad. Estoy ante un idioma, un país y quizás, un universo desconocido.
En el hotel de los inmigrantes intenté encontrar un rostro, una palabra que me hagan sentir en mi hogar, pero al cabo de unas horas comprendí que estaba solo. Una soledad absoluta y salí a caminar con la esperanza como única compañía. El sol de otoño se asomaba entre las ramas despobladas bañándolo todo con su naranja calidez. Las calles me enceguecían con su reflejo y me abrigaba la sensación que sólo poseemos quienes no tenemos nada que perder. Cada paso que daba me hacía sentir mejor. Era una extraña tranquilidad que no se correspondía con mi presente pero no intenté explicármelo. Caminé durante horas sin rumbo, sin saber adónde estaba, ni a dónde iba. Los carteles eran tan indescifrables como los diálogos de las sombras que pasaban a mi lado. El aislamiento en el que me encontraba se interrumpió con el poder de un rayo cuando escuché una voz inconfundible. La voz del acero. El rítmico aullar del metal y los martillos. Lo único que pude hacer es correr, corrí desesperadamente hasta llegar al golpe seco que te da en la cara la fragua. Así conseguí un trabajo sin entender lo que me decían, hablando sin palabras. Pasó el tiempo y los martillos y el acero me acompañaron en mi largo viaje a la integración, un destino casi inalcanzable. Conocí a mi mujer y tuve dos hijos, nací con ellos nuevamente en la tierra de las oportunidades, en el crisol de almas que es este país, un país que desapareció desvaneciéndose al calor de la intolerancia, el desamor por la tierra y la entrega, como se consume el carbón abrazado por el viento intenso de los fuelles.

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