estrellas

Tengo mas de 60 años y soy contador, pero lo que voy a contarles hoy nada tiene que ver con los números. De mi padre heredé varios gestos y algunas cosas más pero una de ellas es mi verdadera profesión y vocación: soy bombero voluntario. Toda una vida apagando incendios y salvando lo que estuvo a mi alcance, vidas, hogares, cosas. Cosas que para sus dueños significan mucho más que eso. De mi abuelo heredé la pasión por el cielo, el tapiz mágico de soles es una fascinación que gracias a un telescopio que usó toda su vida, y me regaló poco antes de morir, pude descubrir. Conocer el cielo como los viejos navegantes, como los indios que encontraban en él historias y dioses. Como los griegos y los egipcios. Las estrellas siempre fueron una puerta abierta a la imaginación y yo salí por ella miles de veces. Hasta que pasó lo que pasó. Un día, como llevando una burla al extremo, me enfrenté a un incendio inesperado. El de mi casa. Todos mis sueños, mi esfuerzo, parte de mi vida se consumió con esas llamas. Y como si ésta ironía no fuese lo suficientemente cruel, descubrí que habían robado mi telescopio. La furia no venía por el fuego sino por la inmoralidad que arrasó mi casa. Los días pasaron y la multiplicidad de complicaciones hicieron que me sienta mal, vacío, sin ganas de nada. Golpeado de una manera inesperada.

Mi hija un día dijo basta a tanta pena y encontró la forma de devolverme al menos una alegría, se puso en búsqueda de un telescopio. Locales de antiguedades, caminó mil barrios. Aquí, allá, tratando de tapar con un pedazo de bronce y vidrios un agujero que ni una de mis estrellas podía cubrir. Pero buscó por todos lados y ésto la llevó a lugares impensados. Cuando estaba por darse por vencida, llegó a una calle de Buenos Aires donde ofrecen cosas de dudoso origen (paradógicamente en un lugar donde todos deberían estar entre rejas, esa calle se llama Libertad). Entre cámaras fotográficas y videograbadoras arrancadas a alguien, ella vió algo que servía. Un viejo telescopio que le parecía familiar. Con un cartel de precio que no reflejaba su verdadero valor, el valor de lo legado, de lo usado por varias generaciones, el valor del amor de un abuelo a un nieto. Y ahí estuvo un día, envuelto en papel de regalo, inconfundible, esperándome. Con la misma ironía con que quemó mi casa, el destino puso el viejo telescopio de mi abuelo nuevamente en mis manos, para que el cielo, visto desde otro techo, sea otra vez el mismo.

Esta historia es real.

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