Historia II

La historia de la humanidad es imperfecta. Desde su origen plagada de omisiones, falacias, mentiras de toda clase y lo peor es que es incompleta. Pero yo hablo de otra historia. Hablo de la historia del arte. Y también de esta que escribo, que de no existir una foto, pensaría que es un sueño. Todo comienza con un libro de Arte que compró mi mamá en cuotas, en la escuela donde trabajaba. Tapa verde inglés, fotos en blanco y negro, de un tamaño que le faltaba el respeto a las obras por lo pequeño. Ahí de muy chico gracias a Ernst Gombrich descubrí los grandes maestros, la pintura y la escultura clásica. En la facultad nació un amor por el arte del siglo XX que arde cada día con más fuerza. Como cupido que usaba tizas en vez de flechas, fue Carlos Méndez Mosquera el que me infectó. Pionero de la publicidad, personaje total. Hacía innecesarias las alarmas, eran sus teóricas algo imperdible. Sus palabras no se limitaban a lo académico. El arte en el período entre guerras, es algo que nosotros jamás podremos imaginar. Sus miles de anécdotas, que conocía de primera mano, eran piezas de un rompecabezas que nos reconstruían un mundo donde todo estaba por pudrirse pero parecía que a nadie le importaba. Como ahora. Y hablando de los 20’s. De sus clases pasaron más 20 años. El recuerdo de Carlos con su guante de cuero y sus tizas gigantes rectangulares, me acompañaron cuando empecé el peregrinar por mis templos, como la Tate, La National Gallery, el Louvre, el Pompidou, u hoy una tarde de 2006, el MOMA. Camino solo, en silencio por salas donde la Bauhaus y el arte revolucionario ruso me transportan a tiempos y lugares en los que me hubiera gustado vivir (como Gil Pender a quién aún no conocía) Esa recorrida de ensueño adquiere un giro inesperado cuando minutos antes del cierre, escucho delante mío una explicación con una voz inconfundible, de cómo se pronunciaba Lászlo Moholy Naghy. Me sentí en el aula, pensé que se había abierto en algún cuadro surrealista una ventana a un aula en la UBA. Pero no, estaba en la catedral del arte en Manhattan, como un cazador escondido dije que me recordaba a Méndez Mosquera. La cara de su mujer se pintó de asombro y luego de lágrimas, como la mía. Era Carlos. Mi alegría debe haber sido lo suficientemente explícita como para recompensarlo de alguna manera por todo lo que me regaló desde el pizarrón. Tan es así que al tiempo nos encontramos a almorzar. Lo que pasó ahí me lo reservo pero sé que se llenó de orgullo, ese tan particular que sienten a veces los maestros. Lo que me encanta de ese momento en el Moma, lo maravilloso, lo que le robaría un guiño cómplice a Borges, es que estábamos parados ante un cuadro de Paul Klee que se llama "El profesor"

Negro

Quizás la carambola impredecible del destino es un grilla perfecta donde nada es casualidad. Quizás todo lo sea. Por esta bola que te empuja a chocar otra y otra más, terminé en una fiesta de Hip Hop llena de negros con Dj estelares pegándole a los decks con un talento que prácticamente nadie comprende. Para un argento, ver un negro es como ver un marciano. Nosotros teníamos a Rey Charol y al del comercial de chocolate Aguila. Por más chocolate que comamos, seguimos blancos, o marrón o negro villa, pero ese no es negro, es otra cosa. Imagínense un tipo que pasó su vida escuchando del Jazz al Rap pasando por todos los tonos intermedios, estar en medio de una privada con estos gorilas. Monos que vienen en limo, transporte de gatos, que pese a ser negros, no traen mala suerte salvo para tu físico si te agarran en una cama. Curvas de chocolate que no existe el pistolete que las dibuje. Y música que no voy a encontrar en ningún lado, pero que te gusta de una como las cosas buenas. Cervezas desconocidas para esa hora con estómago vacío preludio de lo que seguiría. Acá yo tengo una guía Venezolana que es la que pega con el taco a estas bolas blancas que me llevan de un lado a otro y con ella y su amigo (quien organizó la fiesta negra sin nadie en bolas) siguió la noche, siguió la cerveza y siguió la música, pero de otro color.

Si les digo un bar country, seguro lo asociarán a lo más recalcitrantemente americano, lo que nadie puede tragar sin hacer arcadas. Cuando entramos a este tugurio más oscuro que el color de los Dj de hacía un rato, lo primero que ví fue a una rubia vaquera de pantalón rojo brillante, arriba de la barra, haciendo Hula Hula pero en vez de hacerlo con la cintura, lo hacía con el culo. Todo el white trash, los soldados que matan chicos en Irak, Bush, el petróleo, Allende asesinado por la CIA, el discurso de Fidel en Económicas, se fueron en un cohete a la mierda y lo único que quería era comprarme una Harley, ponerme un pañuelo en la cabeza, usar camperas con águilas y raptarme esa loca para llevarla a Texas. Pueden imaginar lo que me esperaría. La rubia no era la única niña detrás de un estaño de madera que servía de base para un taconeo espectacular. A mí me pierden las rubias y como la contradicción es mi característica principal, me perdí por una morocha con sombrero de cowboy que me sirvió tragos que no recordaré de una manera que no voy a olvidar. Para quienes me imaginan bailando como Charles Ingals, con gente aplaudiendo en una ronda, les digo que no. Pero el rock (y hasta Madonna) suenan mejor en estas cuevas. Cuanto más subía el alcohol, más cantaba. Canciones que nunca supe qué decían, aparecian claras como el cristal y las cantaba como uno más. Esa noche fué la noche de lo diverso, la mezcla, como la cena que preparé a la madrugada, uniendo el mundo en un plato que tenía salsa italiana sobre fideos japoneses.

Seguiras siendo rara

A veces uno no encuentra el punto de partida para una idea. Buscás la forma de entrarle al tema pero en momentos como ahora que se agolpan miles de sensaciones, es difícil agarrar la punta del ovillo. Hoy lo encontré. Caminaba por la 42 temprano antes de entrar al laburo, muy tranquilo con la frescura que te dan la primavera acá y el saber que tenés todo bajo control. Por el cable blanco no sólo me llegaba Charly García, sino también recuerdos de épocas doradas. El punto, el quiebre, el segundo donde todo aquirió otra dimensión fue el finale de Bancate ese defecto que se convirtió en la banda de sonido perfecta para esa películita muy íntima, pequeña y cargada de emoción. Donde la escenografía y la iluminación de un sol que entra donde puede, se juntaron para dejarme inmóvil. Sin reacción. Feliz.

Traté de encapsular este momento en tiempo real y ahora, al revivirlo vuelvo a sentir algo parecido. Mis estadías aquí están plagadas de momentos como éste, pero la magia, la verdadera, la que te hace sentir que entendés todo, son muy de vez en cuando. Como hoy cuando venía caminando distraído por la 42.

El ultimo dia de mi vida

Es tarde y estoy pegado a la almohada sin poder hacer nada, fue una noche pesada. Vueltas y vueltas en la cama. Afuera hace calor, puedo sentirlo y no va a haber ducha esta mañana, no hay tiempo para eso. Pasaron casi tres horas y no me di cuenta. Estoy todo pegote, el viento me atraviesa indiferente mientras se cuela por una ventanilla abierta. Otro día, uno más, otra vez a la oficina, trabajo, rutina, los nervios y su sudor. Salgo al mediodía. El sol me encegece en la plaza, el cielo está más azul que nunca y una sola nube juega en él; no vería otra jamás. Llega la tarde sin prisa, como siempre. Se abre la puerta del ascensor, es ella. Un breve diálogo, una caricia insegura.
Noche. Otra vez en casa. El agua de la ducha me ahoga y me golpea rítmicamente gota tras gota en un mensaje morse que no puedo descifrar. La toalla va por lo suyo. Me seca. La luz rebota en el espejo y no percibo el final. Me sorprende como sólo sabe hacerlo la muerte. Como un capricho quedo enredado entre sus dientes. Mientras se diluye mi vida pasan los recuerdos a través mío como un escalofrío. Perfumes, el suave contacto de tus dedos, los latidos. El viaje final comienza, me sostengo entre los brazos de un peine. Sólo resta esperar caer en la pileta, una canilla que se abre y el oscuro recorrido por una cañería que no sé dónde termina.


PD: es la historia de un pelo y lo aclaro de tonto nomás.