Spegazzini

Cada vez que vuelvo de un viaje quedo anestesiado, me cuesta volver al ritmo del día a día. En las vacaciones que tuve estos últimos años siento que no fuí yo quien estaba de viaje. Fueron tan desproporcionadas éstas experiencias para mi, que siento que se las robé a alguien, que tenían por destinatario a otro más afortunado. De todas las ciudades que visité hay una especial y es NYC. Otro año comenté que esa ciudad era como Spegazzini y no es chiste. Lo es. Cada uno tiene un lugar no sólo de dónde viene, sino hacia donde va y ese lugar para mí es ese pueblito perdido en el sur pobre del gran Buenos Aires. Es donde me siento en casa, donde camino automáticamente y donde mi cuerpo pertenece. Es mi cargador de energía, me provee de pequeños tesoros como el caminar al pueblo para hacer las compras saltando charcos o tragando tierra, chumbando perros hasta llegar a la vía que separa a mi mundo del resto. Mi casa (que fué de mi abuelo antes y de mi hermano ahora) es donde pertenezco. Ese barrio de 14 techos y una calle es donde mi pasado me espera para cuando me baje de la bici y los deje para ir a jugar al bosque por siempre. Increíblemente siento algo parecido en New York. La misma paz y tranquilidad. No hay Cañuelas que me lleven al cole, ni talleres del tano; no está la carnicería "Los Tigres" con ese cuadro eterno de Carlitos, ni plazas donde aún veo las cosas que ya no están. No hay pinos ni eucaliptos ni castaños.
Pero existe una conexión que no tengo la capacidad de comprender. Y la siento. No soy neoyorquino pero la ciudad de Woody me pertenece de una forma extraña. No sé si es porque una es el pasado que añoro y la otra es el futuro que sueño, pero en cada paso que doy sobre ellas me hacen sentir que mi lugar transcurre entre estos universos totalmente diferentes para el resto del mundo que son en realidad uno sólo. Y es mío.

Dad

Algún día sabremos quienes fueron los que idearon esto. Los años dejan ver a veces, algo de verdad en hechos políticos o económicos. Pese al silencio. El poder usa para moldear sus actos más crueles siempre la misma plastilina. Gente inocente. Acá, en el ground zero uno puede dimensionar la inocencia detrás de los números de muertos. Y me refiero que a esa hora, sólo había perejiles adentro. Negros detrás de una mopa, manos latinas con trapos que tratan todos los días de entrar a fuerza de trabajo a un sueño donde no tienen lugar. Perejiles como los pobres bomberos y canas que se mandaron a ayudar sin dudar. Lo que me importa ahora no es eso sino otra cosa: los pibes que perdieron a sus viejos. Los chicos que ese día vieron por la tele, o en vivo que es mucho peor, cosas que ni los grandes pudimos entender. Hoy eso está en el aire. El hueco que esa gente dejó en sus familias es mucho más grande y mucho más terrible que el hueco que quedó en la tierra. Pienso en esos pibes y pienso en mis hijos. Y creo que lo más cruel y cruento es que quienes pagaron el precio por tanta locura, fueron chicos iguales a los míos. Con el futuro por delante, que de pronto se derrumbó estrepitosamente junto a sus ilusiones de la misma forma que lo hicieron las torres del World Trade Center.