Besar es una de las cosas incomparables. Para mi siempre fué especial. Más que el sexo, de hecho, podemos comprar sexo pero no un beso. Las putas no besan. Un motivo puede ser que el beso es la representación del amor más pura. Besamos a nuestros hijos, a nuestros viejos, a los amigos. Yo recuerdo cada detalle de mi primer beso, arriba de un cañuelas yendo al colegio en el asiento del fondo. Con más nervios que ganas y eso que estaba que me moría. Sentir el calor de ella, con el sol y el viento entrando de la mano por la ventanilla. Me encanta besar y siempre me encantó. Tiene la imponencia de la conquista. Es el gol. (por algo jugaré de 9 al fútbol) No importa que pierdas, no importa que jugaste mal, es ese segundo que sentís que sos invencible. Hay besos que dan ganas de gritar, de salir a la calle a despertar a todos, de llorar de felicidad. Otros se pierden por la adrenalina o la sorpresa que los opaca. Lo peor que te puede pasar es que te sorprenda, que pase como un relámpago dejándote sin reacción. Es hermoso besar con éxtasis porque uno tiene la boca llena de amor universal, anónimo, en ese instante una mujer son todas. Porque el amor es uno solo, pero lo olvidamos. Como vos sos la humanidad entera encerrada en una persona.
El más increíble de todos los besos que dí en mi vida fué en una escalera que me ayudó a alcanzar lo inalcanzable. Había sido el novio de su hermana durante un tiempo pero el día que la conocí quedé absolutamente desarmado. No recuerdo cómo empezamos a salir ni si éste beso fué el primero, pero sé que no fué uno más. Iba a su casa clandestinamente porque ya no iba por su hermana. Teníamos que ir a lo de una amiga. Era en Barrio Norte, o eso creo, ya da lo mismo y en un momento me encuentro con su cuerpo en mis brazos, mirando sus ojos increíbles, sus labios de carnaval. Fabiana era como Brasil, era sol, belleza y alegría. Fue mucho más que un beso, tocando su pelo, ese momento inconmensurable, fué probar el paraíso. Daría cualquier cosa por estar ahí, unos escalones más arriba de lo acostumbrado, acariciando la inmortalidad. Porque sé que somos insignificantes para el universo, pero por un segundo, en ese instante yo fui infinito.
Fabiana
En un café de la calle Corrientes, lloramos un día que le di una carta que sin saberlo fué mi primer envío de Marketing Directo (que es lo que hago hoy profesionalmente); le escribí una carta llena de amor sobre acetato transparente, porque era como escribir en el agua, inútiles palabras que se llevarían la corriente y la imposibilidad de que nuestro amor, perdure.
Es extraño pero cuando mi mamá se moría, Fabiana tuvo su primer hijo en el mismo lugar y lo sé porque mi hermana se cruzó con la suya en la clínica. Nunca nos vimos. Es increíble cómo los hilos del destino se mueven invisibles, irónicos, misteriosos y algunas veces, crueles.
Acero
No había internet, ni televisión. El mundo estaba prácticamente por descubrirse. Las fotos eran rarezas en blanco y negro y pocos eran quienes accedían a ellas, generalmente personas y familias acaudaladas, perpetuados en un cristal bañado en sales de plata. No era como hoy. Las ciudades no nos ocultan más sus secretos. La tecnología posibilita conocer lugares sin jamás haberlos pisado. La televisión nos alcanza no sólo la imagen, sino el alma de las grandes urbes. Hoy sabemos con qué nos encontraremos a la vuelta de una esquina aunque sea nuestra primera visita. Antes no era así. Y yo no tenía idea de cómo era otro lugar que no sea Kalisz.
Me llamo Adam Jankoswky y nací en 1895. Hoy llegué a Buenos Aires tratando de dejar atrás el hambre y la miseria de mi Polonia natal. Todo lo que recuerdo está en el mismo lugar de lo que quiero olvidar. Tengo 17 años. El mar interminable sólo alimentó mi ansiedad por descubrir lo desconocido y cuando bajé del barco, sólo contaba con mi habilidad con el martillo. Crecí bajo el rugir del acero, entre carbón y fuego. Como un émulo de Hefesto, siento que puedo forjar mi destino como lo hago con el hierro. Mi voluntad es la fuerza para moldear golpe tras golpe el futuro y la necesidad, las llamas de una fragua que arden cada vez con más intensidad. Estoy ante un idioma, un país y quizás, un universo desconocido.
En el hotel de los inmigrantes intenté encontrar un rostro, una palabra que me hagan sentir en mi hogar, pero al cabo de unas horas comprendí que estaba solo. Una soledad absoluta y salí a caminar con la esperanza como única compañía. El sol de otoño se asomaba entre las ramas despobladas bañándolo todo con su naranja calidez. Las calles me enceguecían con su reflejo y me abrigaba la sensación que sólo poseemos quienes no tenemos nada que perder. Cada paso que daba me hacía sentir mejor. Era una extraña tranquilidad que no se correspondía con mi presente pero no intenté explicármelo. Caminé durante horas sin rumbo, sin saber adónde estaba, ni a dónde iba. Los carteles eran tan indescifrables como los diálogos de las sombras que pasaban a mi lado. El aislamiento en el que me encontraba se interrumpió con el poder de un rayo cuando escuché una voz inconfundible. La voz del acero. El rítmico aullar del metal y los martillos. Lo único que pude hacer es correr, corrí desesperadamente hasta llegar al golpe seco que te da en la cara la fragua. Así conseguí un trabajo sin entender lo que me decían, hablando sin palabras. Pasó el tiempo y los martillos y el acero me acompañaron en mi largo viaje a la integración, un destino casi inalcanzable. Conocí a mi mujer y tuve dos hijos, nací con ellos nuevamente en la tierra de las oportunidades, en el crisol de almas que es este país, un país que desapareció desvaneciéndose al calor de la intolerancia, el desamor por la tierra y la entrega, como se consume el carbón abrazado por el viento intenso de los fuelles.
Me llamo Adam Jankoswky y nací en 1895. Hoy llegué a Buenos Aires tratando de dejar atrás el hambre y la miseria de mi Polonia natal. Todo lo que recuerdo está en el mismo lugar de lo que quiero olvidar. Tengo 17 años. El mar interminable sólo alimentó mi ansiedad por descubrir lo desconocido y cuando bajé del barco, sólo contaba con mi habilidad con el martillo. Crecí bajo el rugir del acero, entre carbón y fuego. Como un émulo de Hefesto, siento que puedo forjar mi destino como lo hago con el hierro. Mi voluntad es la fuerza para moldear golpe tras golpe el futuro y la necesidad, las llamas de una fragua que arden cada vez con más intensidad. Estoy ante un idioma, un país y quizás, un universo desconocido.
En el hotel de los inmigrantes intenté encontrar un rostro, una palabra que me hagan sentir en mi hogar, pero al cabo de unas horas comprendí que estaba solo. Una soledad absoluta y salí a caminar con la esperanza como única compañía. El sol de otoño se asomaba entre las ramas despobladas bañándolo todo con su naranja calidez. Las calles me enceguecían con su reflejo y me abrigaba la sensación que sólo poseemos quienes no tenemos nada que perder. Cada paso que daba me hacía sentir mejor. Era una extraña tranquilidad que no se correspondía con mi presente pero no intenté explicármelo. Caminé durante horas sin rumbo, sin saber adónde estaba, ni a dónde iba. Los carteles eran tan indescifrables como los diálogos de las sombras que pasaban a mi lado. El aislamiento en el que me encontraba se interrumpió con el poder de un rayo cuando escuché una voz inconfundible. La voz del acero. El rítmico aullar del metal y los martillos. Lo único que pude hacer es correr, corrí desesperadamente hasta llegar al golpe seco que te da en la cara la fragua. Así conseguí un trabajo sin entender lo que me decían, hablando sin palabras. Pasó el tiempo y los martillos y el acero me acompañaron en mi largo viaje a la integración, un destino casi inalcanzable. Conocí a mi mujer y tuve dos hijos, nací con ellos nuevamente en la tierra de las oportunidades, en el crisol de almas que es este país, un país que desapareció desvaneciéndose al calor de la intolerancia, el desamor por la tierra y la entrega, como se consume el carbón abrazado por el viento intenso de los fuelles.
Azul
Atrás quedaron los muros azules llenos de pasión, de arte, de dolor; atrás quedaron el sufrimiento y el amor. Atrás quedó casi todo salvo ese impacto conmovedor que rebalsó mi alma, que perdura en lo más profundo de mí. Como perdurarán el color y el valor de la gran Frida Kahlo.
Coyoacán, México
Coyoacán, México
Verdes
En francia ví verdes como los que nunca soñé. Los hay suaves, dulces, intensos, verdes fuertes y con carácter. Un color que te permite descubrir cuánto se encierra en un paisaje. Sutilezas y variaciones que te desbordan los ojos. En francia los verdes se sienten a pleno, como si ése fuese su lugar natural. Francia es donde el verde, existe.
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