El rubio empezó a jugar de grande, a los 8 años. Era distinto y no por el color de pelo, era un extranjero en su tierra y la falta de fútbol remarcó esa diferencia. En un lugar donde se nace con una pelota entre las piernas, y ella reina solitaria como compañera de juego; el resto de los juguetes quedaban reservados a otra clase de niños. No jugar al fútbol era la peor de las aberraciones y en ese lugar perdido en el sur, aprendió a vivir el "deporte más lindo del mundo" de la forma más difícil de todas. Elegido último en el pan y queso, sintiendo una variedad de humillación difícil de encontrar en otro ámbito, ante cada caño, cada pifie, cada pelota tirada a la calle. De a poco, con el tiempo de aliado, comenzó a encontrar un lugar en la cancha mucho antes de que lo encontrara en la vida. Las canchas eran pedazos de tierra delimitados por un trabajo comunitario de zapines y pastos arrancados con lo que había a mano y los arcos eran siempre palos que misteriosamente mantenían una línea recta como si la naturaleza estuviera de acuerdo con su destino de marco del gol. El travesaño permanecía estoico con una horizontalidad que mutaba en arco al poco tiempo. Jamás una de esas canchas tuvo red y eso lo marcó para toda la vida. Más tarde, años después, disfruta más de las caricias y la danza íntima entre la red y la pelota que haber marcado un gol. El tener los arcos desnudos hacían que el gol muchas veces se transforme en una caminata ineludible ya que el fútbol de potreros tiene leyes que otros deportes no entienden y "el que la tira la va a buscar" era una de ellas. El pasto repetía un dibujo caprichoso en todas las canchas desapareciendo rápido del centro y las áreas y ser zurdo en un mundo donde el zurdo mágico no había asomado todavía, le regaló tener un poco de verde para él al correr por la línea; abajo al principio, arriba cuando se animó a dejarle en bandeja los goles a los nueves. Y ese pasto resbaladizo era quien pedía unos botines que nunca llegaron en su infancia. El destino quizo que se mude cuando aún no había podido aprender de esa gente tan distinta y esa multiplicidad de diferencias lo enriquecieron más afuera de la cancha que adentro. Y así se fue a la ciudad, el haber crecido en ese medio lo niveló con chicos que sólo tenían adoquines y baldosas para patear la redonda. Los primeros años del secundario lo pusieron en un lugar de segunda línea pero el gol había comenzado con él una tibia amistad que más tarde se consolidó caprichosa como suele hacerlo con algunos afortunados incapaces patadura. Pero un evento cambiaría para siempre su relación con la número 5 y paradógicamente vino por la guinda. En tercer año se anotó en rugby como reemplazo de correr como un tonto de película por una pista a las órdenes de un vago panzón que desayunaba un buen trago de Fernet. El rugby seguía un deseo maternal que no le pertenecía y esas ganas de ver a su hijo como sus tíos haciendo tries y tackles, la llevaron a gastar lo que no tenía en unos flamantes botines de los que Adi Dassler se hubiera sentido orgulloso. Los tapones de aluminio intercambiables le hicieron sentir por primera vez en su vida que podía alcanzar un sueño. Ya en las primeras prácticas del club Pucará, se dió cuenta que no había chance de romance entre los dos y de los deportes que habían traído sus antepasados de la isla pirata, ganó el que hacía latir los corazones de todos cada domingo. Ahora el fútbol se sentía de otra forma parado en esos negros tractores de cuero y metal. Los días pasaron volando como lo hicieron los meses y las vueltas de la vida lo devolvieron al pueblito perdido de donde había venido. No mucho más alto, había descubierto otra realidad y eso le dió una confianza que usó inteligentemente en la cancha cuando volvió a jugar esos picados plenos de sudor y vino barato.
Las canchas eran tantas que tenían nombre y lejos de los imponentes personajes que son honrados en el calcio, la que nos regaló el escenario de esta historia se llamaba NAGUGUI ya que quien prestó el terreno la bautizó con los nombres de sus hijos Nancy Gustavo y Guillermo; Darío, unos años más chico que el rubio, no tuvo la suerte de estar para ponerle un par de letras más a un nombre ya extraño como pocos. Había llovido mucho esa semana y las áreas transformadas en piletones de agua y barro intimidaron a las lisas suelas de zapatillas de mil batallas de la mayoría de los jugadores. Seguía cayendo agua y el rubio, estaba por vivir una tarde irrepetible, que como felizmente suele pasar, era algo insospechado por él. Su bautismo de gloria se hubiera perdido para siempre si yo no hubiera estado ahí para contarles esto, pero ese día los goles llovieron sin cesar y convirtió los 11 de su equipo, luchando en el barro contra sus limitaciones, los impíos centrales y un arquero que los años y una vida dura de fábrica, falta de oportunidades y alcohol no le borraron las mañas. Los palos aplaudían sus zurdazos y la de cuero entraba sin fuerza, rodando agotada o volando con furia hasta perderse en el campo. Los compañeros gritaban, reían incrédulos de cómo había vuelto el rubio y ese respeto tan bien ganado como el partido, lo llenó de orgullo en un tercer tiempo regado por tintos añejados en damajuanas. Esa fue la tarde en que se ganó un sobrenombre que nada tenía que ver con sus 66 kilos pero sí con su faena entre la lluvia y el barro, que aún hoy, muy de vez en cuando antes de dormir, o cuando ata los cordones de otros botines que usa actualmente, le resuenan las palabras de ese apodo llenas de gol. Ese día se había convertido para siempre en "la chancha"
muy bueno el nombre...habria que ver que nombre le ponemos a la canchita de tronador...
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