Es tarde y estoy pegado a la almohada sin poder hacer nada, fue una noche pesada. Vueltas y vueltas en la cama. Afuera hace calor, puedo sentirlo y no va a haber ducha esta mañana, no hay tiempo para eso. Pasaron casi tres horas y no me di cuenta. Estoy todo pegote, el viento me atraviesa indiferente mientras se cuela por una ventanilla abierta. Otro día, uno más, otra vez a la oficina, trabajo, rutina, los nervios y su sudor. Salgo al mediodía. El sol me encegece en la plaza, el cielo está más azul que nunca y una sola nube juega en él; no vería otra jamás. Llega la tarde sin prisa, como siempre. Se abre la puerta del ascensor, es ella. Un breve diálogo, una caricia insegura.
Noche. Otra vez en casa. El agua de la ducha me ahoga y me golpea rítmicamente gota tras gota en un mensaje morse que no puedo descifrar. La toalla va por lo suyo. Me seca. La luz rebota en el espejo y no percibo el final. Me sorprende como sólo sabe hacerlo la muerte. Como un capricho quedo enredado entre sus dientes. Mientras se diluye mi vida pasan los recuerdos a través mío como un escalofrío. Perfumes, el suave contacto de tus dedos, los latidos. El viaje final comienza, me sostengo entre los brazos de un peine. Sólo resta esperar caer en la pileta, una canilla que se abre y el oscuro recorrido por una cañería que no sé dónde termina.
PD: es la historia de un pelo y lo aclaro de tonto nomás.
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