Alfredo

Alfredo vino de Italia de chico, sin su papá a quien esperó en vano en una estación de tren. Su padre se fue a otro país y las cartas llenas de amor, cada vez se distanciaron más, el espacio entre ellas se hizo tan grande como la ausencia en su alma. Pasaron los años y el enojo del abandono no impidió que, como tantos otros, mire para adelante y labure de sol a sol en su mercadito. Siempre con "coraggio e cuore contento", un día conoció a Antonia, tuvo un hijo, y otro, y otro y otro más. Aprendió sin tener de dónde a ser padre. Una noche soñó que abrazaba al suyo y lo perdonó, con la palabra papá todavía en su boca despertó llorando y ahí empezó a quererlo. Fruto de los barcos, este tano de Calabria hizo lo que pudo y alcanzó a ver cómo sus vástagos rebeldes echaron raíces. Soportó estoico la música y que su casa fuera la de muchos chicos más. Como yo, cuando vimos Cinema Paradiso con él, mostrándonos lágrimas inéditas; vivíamos en esa comunidad donde nuestro arte lleno de pinturas salpicaban las guitarras y los amplificadores.
Un día se hizo viejo y el Alfredo que se cuidaba (fue un new age de la primera hora) dejó el mercadito y pasó sus días disfrutando con su mujer, la naturaleza y la tranquilidad en la casa de Glew. Quinta de verduras, frutales y verde, subía a podar los árboles alcanzando alturas de equilibrista. Vivió feliz ese degradee de retiro, hasta que un día el cuidarse no alcanzó y tuvo un ataque que lo hizo perder por ahí. Años de esperar en vano el milagro y que nos devuelva el Alfredo de risa franca y mirada pícara.
Ayer lo vimos ir y no quiero que esto los ponga triste, porque sé que ahora mismo hay un chico corriendo por el cielo buscando a alguien que imaginó una vez y que cuando lo vea, antes de fundirse en un abrazo eterno, le va a gritar bien fuerte: "ciao babbo!"

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